Deucalión y Pirra

Volvió Zeus al Olimpo y, habiendo celebrado consejo con los dioses, resolvió aniquilar aquella desalmada raza humana. Disponíase a esparcir el rayo por todos los países, pero le retuvo el temor a que se inflamase el éter y que el fuego prendiese en el eje del Universo. Dejando el rayo que le forjaran los cíclopes, decidió enviar a toda la superficie de la tierra lluvias torrenciales y destruir a los mortales bajo los aguaceros caídos del cielo. Inmediatamente fueron encerrados en las cavernas de Éolo, Bóreas y todos los vientos que ahuyentan las nubes, y sólo se dio salida al Austro, el cual se precipitó a la Tierra cargado de lluvia. Negro como la pez era su rostro pavoroso, cargadas de nubarrones sus barbas, el agua fluyendo de sus albos cabellos, oculta la frente tras un manto de niebla y con la lluvia manándole del pecho. Asióse a los cielos y sujetando con la mano las nubes suspendidas en vastas extensiones, conmenzó a exprimirlas. Retumbó el trueno; un denso diluvio se desplomó del cielo; dobláronse los sembrados bajo la tempestad impetuosa. Desvanecióse la esperanza del campesino que veía perdida su penosa labor de todo el año. Poseidón, hermano de Zeus, acudió también en su ayuda en aquella obra de destrucción y, reuniendo a todos los ríos, díjoles: «¡Que vuestra corriente rompa todo freno, lanzaos sobre las casas, derribad los diques!». Y ellos cumplieron su orden, y el propio Poseidón abrió con su tridente el seno de la tierra, dando, con la conmoción, vía libre a las olas.
De este modo, los ríos desencadenados invadieron los campos, inundaron los sembrados, arrancaron alamedas y se llevaron templos y casas. Si emergía un palacio, pronto el agua llegaba a su techumbre y las torres más altas se perdían en el remolino. Muy pronto no pudo distinguirse el mar de la tierra: todo era océano, océano sin orillas. Los hombres trataban de salvarse como podían; uno trepaba a la más elevada montaña, otro se refugiaba en un bote, bogando por encima de su hundida granja o de las colinas de sus viñedos, cuya superficie rozaba con su quilla. Extenuábanse los peces entre el ramaje de los bosques; el ligero jabalí huía ante la invasión de las aguas. Pueblos enteros eran arrasados por la oleada, y los que ésta perdonaba sucumbían a la muerte horrible del hambre en las cumbres de los páramos estériles.
Una elevada montaña proyectaba aún dos peladas cumbres por encima de las aguas en la tierra de Fócida: era el Parnaso. En ella refugióse Deucalión, hijo de Prometeo, a quien éste advirtiera a tiempo y que se había construido una balsa; iba con él su esposa Pirra. No se había hallado ningún hombre ni mujer que superasen a esta pareja en probidad y temor de los dioses. Y he aquí que cuando Zeus, contemplando desde el cielo el mundo sumergido en las aguas quietas, vio que de tantos millares y millares no quedaba sino una única pareja humana, ambos puros, ambos piadosos adoradores de la divinidad, envió a Bóreas, dispersó las negras nubes y le mandó que disipara la niebla; volvió a mostrar al cielo la tierra, y la tierra al cielo. También Poseidón, príncipe de los mares, deponiendo el tridente aquietó las olas. El océano volvió a tener orillas, los ríos tornaron a sus cauces; los bosques sacaron de las honduras las copas de sus árboles cubiertos de limo, siguieron las colinas; ensanchóse de nuevo la llanura y otra vez, por fin, apareció la tierra. Deucalión miró a su alrededor. El país se hallaba devastado y sumido en sepulcral silencio. Ante aquel espectáculo, las lágrimas rodaron por sus mejillas, y dirigiéndose a su esposa Pirra, le dijo: «Amada, compañera única de mi vida, por muy lejos que mire, en cualquier dirección que vuelva los ojos, no descubro una sola alma viviente. Nosotros dos, unidos, constituímos la población de la Tierra, todos los demás moradores han sucumbido bajo el diluvio. Pero tampoco nuestras vidas están del todo seguras. Cada nube que diviso me llena aún de pavor. Y aun suponiendo que todo peligro haya pasado, ¿qué vamos a hacer, solos, en la Tierra abandonada? ¡Ah, si mi padre Prometeo me hubiese enseñado el arte de formar criaturas humanas e infundir un espíritu a la moldeada arcilla!». Así dijo, y la desamparada pareja prorrumpió en llanto; después hincaron las rodillas ante un altar medio derruido de la diosa Temis y comenzaron a suplicar a los dioses celestiales: «Dinos, ¡oh Diosa!, por qué medio regeneraremos a nuestra raza exterminada. ¡Ayuda a volver a la vida al mundo fenecido!».
«Dejad mi altar —resonó la voz de la diosa—, cubrid con un velo vuestras cabezas, desceñios los cinturones y arrojad detrás de vosotros los huesos de vuestra madre».
Durante un buen espacio permanecieron ambos atónitos ante la enigmática sentencia divina. Pirra fue la primera en romper el silencio: «¡Perdóname, diosa excelsa —dijo—, si, aun temblando, no te obedezco y no quiero agraviar la sombra de mi madre dispersando sus huesos!». Pero por el alma de Deucalión pasó como un rayo de luz y así tranquilizó a su esposa con afables palabras: «Si mi sagacidad no me engaña, el mandato de los dioses no entraña impiedad ninguna. Nuestra gran madre es la Tierra, sus huesos son las piedras, y éstas son, Pirra, las que debemos arrojar tras de nosotros».

La raza humana no contradice este su origen, pues es una raza dura y apta para el trabajo. Cada instante de su existencia le recuerda el tronco de donde procede.